En Colombia, la regla fiscal ha sido durante más de una década un instrumento clave para la estabilidad macroeconómica. Su función no es menor: busca garantizar que el gasto público se mantenga dentro de márgenes responsables, alineado con la capacidad estructural del Estado para generar ingresos, y evitando así que el país incurra en déficits insostenibles o ciclos de endeudamiento peligrosos.
Esta norma, adoptada formalmente en 2011 mediante la Ley 1473, surgió como una respuesta técnica a la necesidad de disciplina fiscal en un país vulnerable a los vaivenes del precio del petróleo y con una alta exposición al endeudamiento externo. Desde entonces, su aplicación ha generado beneficios indiscutibles: Colombia ganó credibilidad en los mercados internacionales, se aseguró condiciones de financiamiento favorables y logró mantener una trayectoria de deuda moderada hasta que la pandemia de COVID-19 obligó a su suspensión temporal.
Aquel momento de emergencia justificó, con fundamentos técnicos sólidos, una flexibilización del marco fiscal. Se trataba de responder a una crisis sanitaria y económica sin precedentes. No obstante, en el contexto actual, la suspensión de la regla fiscal vuelve a estar sobre la mesa, pero ya no como una reacción a un desastre global, sino como una decisión política enmarcada en una nueva visión de desarrollo social del Estado.
El gobierno ha argumentado que se requiere ampliar el espacio fiscal para financiar programas sociales, inversión en infraestructura y reformas estructurales. Aunque ese objetivo es legítimo, preocupa que la suspensión de la regla fiscal sin un marco claro de sostenibilidad a mediano y largo plazo pueda traducirse en desequilibrios macroeconómicos severos. El gasto sin control, en ausencia de reformas tributarias estructurales o mejoras sustanciales en eficiencia del gasto público, termina erosionando la confianza de los inversionistas, elevando el riesgo país, y encareciendo el financiamiento tanto para el Estado como para el sector privado.
Esto no es un debate abstracto. Tiene efectos concretos en las regiones. En territorios como el Distrito de Santa Marta y el departamento del Magdalena, esta coyuntura fiscal representa una oportunidad y un riesgo al mismo tiempo. Por un lado, la flexibilización puede permitir el acceso a recursos para proyectos prioritarios de infraestructura educativa, conectividad rural, turismo sostenible y atención social. Por otro, si no existe capacidad institucional para ejecutar con transparencia y eficiencia esos recursos, o si los proyectos se quedan a mitad de camino por falta de sostenibilidad, el resultado será más frustración y más dependencia del centro.
El Magdalena tiene desafíos estructurales importantes: desempleo, pobreza, servicios públicos deficientes y brechas territoriales que demandan soluciones urgentes. Pero también cuenta con ventajas competitivas enormes en sectores como el turismo ecológico, la agroindustria, la economía creativa y la logística portuaria. Una política fiscal expansiva puede ser un catalizador para detonar ese potencial, siempre y cuando venga acompañada de planificación rigurosa, descentralización efectiva y visión estratégica de largo plazo.
La discusión sobre la regla fiscal no puede reducirse a un enfrentamiento ideológico entre “ortodoxos del déficit cero” y “progresistas del gasto sin límites”. El verdadero reto es encontrar un punto de equilibrio que permita cumplir los compromisos sociales del Estado sin comprometer la estabilidad futura de las finanzas públicas. Eso exige responsabilidad, técnica y liderazgo.
Para los actores empresariales y políticos del Caribe colombiano, esta es una oportunidad para alzar la voz en defensa de una gestión fiscal inteligente: exigente en resultados, realista en capacidades y firme en visión de desarrollo regional. No podemos hipotecar el futuro fiscal de Colombia ni permitir que las decisiones nacionales se tomen sin considerar las implicaciones concretas para nuestras ciudades y departamentos.
Suspender la regla fiscal debe ser una excepción, no una estrategia permanente. Más gasto, sí. Pero con más responsabilidad, más descentralización y más impacto real. Solo así esta coyuntura dejará de ser una amenaza y se convertirá en una oportunidad transformadora.